El 26 de mayo de 1828 apareció en una plaza de Nuremberg un extraño joven que apenas lograba mantenerse en pie. Llevaba una carta anónima, que daba algunos datos contradictorios sobre su procedencia y dejaba su suerte en manos de quien lo encontrara.
Kaspar Hauser fue acogido en seguida en la ciudad, y en todo el país, como un experimento social, político y filosófico. A las seis semanas hablaba con cierta fluidez, podía leer y escribir. Se supo por él mismo que había vivido, hasta el momento, en un calabozo, que dormía sobre un colchón de paja, que no había sonidos pero sí un caballo de madera con el que jugaba, y que le traían el alimento por la noche (pan y agua, en ocasiones aderezado con opio). Contaba cómo pocos días antes de su liberación, “el hombre con el que siempre había estado“, le enseñó a escribir su nombre y a decir las frases que repetía cuando fue encontrado (“un jinete como mi padre quiero” y “caballo, caballo“). Hasta este momento no había visto a ningún ser humano.