Todos los humanos son originariamente torpes sobre la tierra. (Todos los bailarines son tímidos). Todos nosotros intentamos ponernos de pie, permanecer de pie el mayor tiempo posible a lo largo del día.
Todos los hombres y todas las mujeres experimentan una gran decepción ante la palidez, la inconsistencia, la impotencia, la infancia súbita de sus miembros.
Al nacer están sumamente abrumados por el recuerdo de la expulsión, por el peso inmenso del tiempo y del agua, aletargados por el silencio susurrante de los abismos que bañaban sus oídos. (Pascal Quignard: El origen de la danza)
Estas palabras que gentilmente nos presta Pascal Quignard para la ocasión me sirven de antesala para adentrarme en las coreografías de La phármaco. Las veo y las escucho envueltas en el silencio. Un silencio propio de lo sagrado y de lo incierto. Un silencio que pesa a veces durante muchos minutos, que se quiebra bruscamente con el ruido que producen los cuerpos de las bailarinas, su respiración, sus brazos o sus piernas. Sus zapatos, que taconean en el suelo. Golpes sordos, secos, perforan ese silencio.
En algún momento irrumpe la música. Una música que nos lleva al territorio del rito, del misterio, de lo sacro. O que nos arrastra al ámbito del juego.
La música se ejecuta, mejor sería decir se ofrece, ante la mirada del espectador. El músico expone su cuerpo. También. El bailarín es ahora un cuerpo que escucha.
Recuerdo de la expulsión, Nostalgia del útero materno. Deseo y necesidad del cuerpo del otro. De los otros. Que es también el propio cuerpo.
Se revive el mito que Aristófanes cuenta o imagina en El banquete, de Platón. Los humanos despojados de su mitad, de su plenitud erótica, de su condición de seres redondos, de su capacidad para caminar en todas las direcciones. Seres mutilados, caprichosamente escindidos por la envidia de un dios mezquino, aunque ingenioso.
Sus cuerpos giran. Se aferran. Buscan, tropiezan o caen, inseguros o torpes, pero ansiosos y deseantes. Cuerpos que saltan. Que se enredan. Monstruos de dos -o de muchas- espaldas. Seres de simetrías conflictivas, al decir de René Girard. Lo monstruoso y lo sagrado. La víctima propiciatoria. El pharmakós. Veneno y cura. Muerte y vida.
Cuerpos vulnerados. Edipo camino de Colona y de la muerte, apoyado en un doble báculo: el cuerpo de Antígona, recuerdo de su incesto, y su sempiterno bastón, su tercer pie, que aliviaba el peso de sus tobillos hinchados y que acaso le facilitó la posibilidad de adivinar el enigma de la esfinge. O tal vez lo usó después como cetro, triste memoria de su condición poderosa de tirano.
El cuerpo de Koré/Perséfone, con su nombre doble, y su presencia repartida entre el Hades y el mundo de los vivos. Mujer rota y desterrada por la violencia y la desidia de los dioses.
Los cuerpos tragicómicos de Vladimir y Estragón. Y los de Lucky y Pozzo. Seres expulsados a un antiparaíso. Portadores de dolencias y de manías. Víctimas de golpes y de olvidos. Despojados, e ignorados por un Godot que nunca tiene tiempo de venir.
El cuerpo siempre huérfano de Kaspar Hauser. “Su nacimiento es desconocido. Su muerte, un misterio”, reza su epitafio, hermoso y terrible. Ser desvalido y anhelante, como el Gaspar que imaginó Peter Handke. O como Segismundo, su precursor en la ficción dramática de Calderón de la Barca, a quien su arbitrario encierro desde su nacimiento lo convierte en monstruo. Hermano de infortunio del Edipo de Sófocles y del Kaspar de una historia que parece un mito. Inopinadamente excarcelado, como Kaspar, y como él ser errático y necesitado de certezas, fascinado por un lenguaje que alguien inventó para representar un universo que Kaspar y Segismundo desconocen. Víctimas de una violencia omnipresente y oscura buscan tenazmente construir su moral y su vida.
Cuerpos de unos bailarines que escuchan y que callan. O que gritan. O que festejan. Cuerpos en tensión. Impulsos ascensionales. Deseo del otro. Encuentro con el otro. Juego y ritual.
Cuerpos menesterosos o torturados, que se mueven como autómatas. Que descubren de nuevo las posibilidades del movimiento. Que se despojan. Que bailan, también, con su rostro.
Cuerpos vehementes, cuerpos vulnerados.