Un espejo contra el que mirarnos

La Phármaco Luz Arcas Contemporary Dance Company

Una noche de hace exactamente siete años, Luz Arcas, a quien acababa de conocer, me envió por correo electrónico una muestra de su trabajo. Era un fragmento de El monstruo de las dos espaldas. Apenas habíamos hablado y no recuerdo nada de la conversación salvo que me dijo que era bailarina y coreógrafa de danza contemporánea, y que había estrenado una obra unos meses atrás, en Madrid. Yo me mostré mínimamente interesado, en parte por cortesía y en parte por la extraña seriedad con que me habló de su oficio. Pero no esperaba, de ninguna manera, no estaba de ninguna manera preparado para lo que me pasó cuando abrí el archivo adjunto y vi aquel vídeo.

 

Aunque no era, por supuesto, mi primer contacto con la danza contemporánea como espectador, aún me faltaba mucho por conocer; pero a pesar de mis lagunas, estaba seguro de algo: aquello era genuino, era arte de verdad; era verdad. Toda una vida dedicado, de un modo u otro, al arte -a practicarlo, o a intentarlo al menos, a pensar sobre él y a refinar la intuición- sí me había preparado para detectarlo inmediatamente.

 

Lo que me provocó aquel vídeo se parecía a la sorpresa del explorador -el verdadero arte no abunda- y a la veneración del que de pronto vislumbra, siquiera durante un instante, la infinita fecundidad de la materia, su humildad milagrosa; al temor reverencial, trágico y liberador a un tiempo, de quien se reconoce humano en cuanto que es incapaz de explicarse su propia experiencia: como humano, como ser histórico, como individuo destinado a pasar.

 

El monstruo de las dos espaldas recreaba el mito del andrógino. Ya saben, al principio de los tiempos existían tres géneros, el masculino, el femenino y el andrógino. Pero los andróginos eran tan poderosos que los dioses sintieron envidia, o se sintieron desafiados por la hybris de aquellas criaturas, y los dividieron. El amor sería pues, la nostalgia de la restitución, de la plenitud perdida. Es decir, el amor sería, pues, una puerta a lo sagrado. El hecho de vivir, también. Y el arte la constatación de que esa puerta existe, es real y, como sugieren algunos de los que se han atrevido a renunciar a todo por buscarla, es estrecha, insignificante en apariencia; estaba ahí, delante de nuestros ojos pero nuestros ojos no la veían porque los cegaban sus propias expectativas, sus juicios, su voluntad de poder y su necesidad de poseer.

 

Me fascinó la violencia con la que el cuerpo trataba de restituir lo perdido en El monstruo de las dos espaldas. La crudeza, que rehuía cualquier idealismo abstracto, y la ternura de la carne intentando cruzar esa puerta. La belleza de sus formas incapaces. Me di cuenta de que Luz Arcas y yo buscábamos lo mismo, veníamos del mismo sitio y concebíamos el arte de la misma manera: con plena conciencia de nuestras limitaciones como seres humanos y de la libertad que esas limitaciones nos brindaban; con plena conciencia de la carne que busca, que padece y que no se permite creer en abstracciones porque conoce la capacidad de las ideas para justificar la crueldad, la maldad, la tontería.

 

Y entonces Luz y yo volvimos a vernos, y me alegró comprobar que, en efecto, mis impresiones no se debían a la euforia, y que eran mutuas.

 

Desde aquel momento, desde prácticamente el primer día, trabajamos juntos, en la vida y en la obra.

 

Trabajamos sin distinguir la una de la otra. Nuestra disciplina incluye, además de las horas de ensayo y las de lectura, las dedicadas diariamente a la conversación, al diálogo, a la mutua siembra y al mutuo cuidado de los brotes. Somos, más que ingenieros, jardineros, sabedores de que operamos con materia viva, de que la conciencia y la inteligencia no son solo patrimonio humano.

 

Desde Sed erosiona, nuestra primera obra en común, tuvimos claras muchas cosas: queríamos darle todo el protagonismo al cuerpo. El cuerpo debía padecer el mensaje, no ilustrarlo ni resumirlo. Cuando un cuerpo bailaba, todos los cuerpos, del pasado, el presente y el futuro, bailaban con él. Así que los espectadores de nuestras obras debían bailar y padecer junto al intérprete, y no limitarse a pasar el rato, a sonreír ante la ocurrencia, a enternecerse de manera cursi ante el efectismo sentimental, ni a reafirmarse en la simpleza moral. Nos negábamos a tratar al público como a un burgués mental, satisfecho de sí. Era una opción política, pero no provocadora al estilo ingenuo de los primeros vanguardistas. Era una opción meditada, que elegimos tras analizar cómo se recibe y se intercambia la información en nuestros tiempos, y cómo la dictadura de la opinión se empeña en que todo valga lo mismo. Nos negábamos, y nos negamos, a que la experiencia escénica se pareciera a esos falsos compromisos políticos tan abundantes hoy en día en las redes sociales; al hecho de colgar en el escenario una referencia a un tema de actualidad doloroso y sentirse, simplemente por eso, y por el aplauso del provincianismo virtual, mejor persona y activista. Nos negábamos a adoptar los usos y costumbres, tanto coreográficos, como dramáticos y conceptuales de muchos artistas escénicos de hoy: su formalismo hueco, su concepción del estilo basada en el gesto -en la marca comercial del gesto-; su fragmentarismo inane, semiculto, repleto de guiños fáciles y descoyuntados -el descoyuntamiento que se vende como un acto de libertad y de autoconciencia-; su discurso engañoso: cuántas veces no habremos oído cosas como «descreo de las obras que no hablan de nuestro tiempo, de los problemas actuales». ¿Pero qué es nuestro tiempo? Nosotros pensamos que muchos de los que hacen ese tipo de declaraciones confunden nuestro tiempo con los clichés sobre nuestro tiempo. Cambiar el género de los personajes de una obra no significa, necesariamente, ser feminista. Recurrir a los tópicos del nomadismo contemporáneo no significa, necesariamente, ser universal. Confundir una dramaturgia con un guion de anuncio publicitario revela, cuando menos, ciertas carencias intelectuales, y cuando más, simple oportunismo. Y qué decir del regodeo autobiográfico elevado al rango de las bellas artes…

 

Nosotros queríamos hablar de nuestro tiempo; qué artista que se tome mínimamente en serio su oficio no lo querría. Pero éramos y somos conscientes de que nuestro tiempo no está aislado del resto de los tiempos; de que la percepción de su propia singularidad que tienen los habitantes de una época es un residuo romántico; de que el sentimiento trágico no forma parte de un pasado fósil, sino que es la médula misma de cualquier tiempo humano. Por eso recurrimos a los mitos en nuestras primeras obras, para abordar aspectos de la condición humana sociales y concretos, no meramente especulativos. Cuando Antígona carga con Edipo de camino a Colono en Éxodo: primer día, está padeciendo la disolución del sentimiento comunitario; está aludiendo al abandono consciente de los más débiles, a la pérdida de los lazos con la memoria colectiva; está sufriendo la tendencia actual a ignorar lo doloroso: la enfermedad y la muerte, y a refugiarse en la promesa banal de una eterna juventud basada en la miseria de los otros; interpela directamente al sistema que patrocina y fagocita cualquier intento de hablar de la actualidad con los clichés de la actualidad.

 

Cuando Lucky se sube sobre el cuerpo de Estragón en nuestra obra La voz de nunca,  y recita su monólogo loco mientras Vladimir y Pozzo bailan el yugo, con la música deformada de Beethoven, no estamos solo rescatando un clásico para la danza, sino padeciendo el mito de nuestra época, el mito de la nada, el de un tiempo que solo tiene futuro, pero un futuro que carece de cuerpos.

 

Cuando Kaspar Hauser, el huérfano de Europa, intenta ponerse en pie y se convierte en una fuerza pasiva al servicio de la vida que lo mueve, que le agrede, que lo aplasta, no estamos solo recreando una anécdota decimonónica, ni deteniéndonos en los avatares de un cuerpo limitado, sino encarnando el drama de vivir a la deriva, sin arraigo, y poniendo de manifiesto la carcoma de nuestra civilización poscolonialista, esa Europa del humanismo manchada por su propia pequeñez pero capaz de creer que su sufrimiento le ha servido para ser más sabia, o, por lo menos, no tan soberbia. Bailamos el embotamiento de los sentidos y de la mente al que estamos sometidos con el exceso de información, con la manipulación, la posverdad. Bailamos la fragilidad de la carne perdida en un tiempo sin tiempo, aterrorizada por el futuro, desconectada del pasado, víctima de la enfermedad del presente, con la conciencia de que, como decía Hölderlin, «donde está el peligro, crece también aquello que nos salva».

 

Cuando el coro femenino de Miserere deifica un cuerpo muerto, que ha sido sacrificado por ese mismo coro, no está solo representando el mito de la conversión de la víctima en dios, sino exponiendo la triste realidad de nuestras fantasías, el asesinato que subyace en toda narración fundacional, la masacre sobre la que se sustenta la cultura, nuestra fe en nosotros mismos, y que la tradición folclórica, con su mezcla de fiesta y de tragedia aún mantiene viva. Estamos aludiendo a la comunidad no con nostalgia, no desde un punto de vista retrotópico -por usar un término de Zygmunt Baumann- sino con la lucidez de quien sabe que no hay alternativa a la comunidad salvo una comunidad mejor que no necesite repetir una y otra vez el asesinato, o la marginación, del inocente para encontrar su razón de ser.

 

No lo hemos ocultado nunca: somos ambiciosos, pero como artistas, no como aspirantes a influencers.

 

Poco a poco, a lo largo de los años, hemos ido contando con más medios y, por consiguiente, con más capacidad para desarrollar nuestras propuestas y alcanzar una calidad en el acabado que no desmerezca nuestras intenciones. Aún estamos en ello. No voy a hablar de las humillaciones y las miserias del camino. Todo el mundo sabe, como dice el dicho, que el arte es largo, y además, no importa. Aunque todo el mundo piense, al menos quienes no se dedican a él, que es un bonito modo de desperdiciar la vida. Lo piensan precisamente porque no se dedican a él. El arte no debe ser algo bonito, debe ser verdadero, pues si la belleza es verdad es porque la verdad es belleza, parafraseando a John Keats.

 

Gran parte de la belleza y la verdad que hayamos conseguido expresar se la debemos, Luz y yo, a mucha gente. Algunos nos acompañan todavía, otros no. De la generosidad de nuestro equipo -de nuestros intérpretes, de nuestros músicos, de nuestros técnicos-, de su compromiso con el proyecto y de su talento, depende casi todo. Nosotros, Luz y yo, nos esforzamos cada día porque no dejen de creer que están haciendo algo necesario, algo bueno; y por tratarles dignamente, como merecen ser tratados los artistas.

 

 

Abraham Gragera. Diciembre de 2017.