El baile está en el cuerpo, es un estado que le pertenece al cuerpo y lo devuelve a una comunidad cultural, como los símbolos o la memoria.
La danza está fuera del cuerpo, es un lugar al que se aspira y que se alcanza después de un riguroso y refinado proyecto de domesticación.
El baile surge, aparece de forma inesperada, como un milagro doméstico. A la danza le entrego mi vida, mi tiempo, mis ambiciones serias. En el baile es el tiempo el que se me entrega.
Bailar y compartir ese milagro doméstico, pequeño, preciso, folclórico, como una lágrima que se rompe en el rostro. Siempre la misma, siempre nueva.
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Bailar para salir de mi cuerpo, para que entren los cuerpos.
Bailar para pertenecer a algo que me excede, en el tiempo y en el espacio, que es más grande que yo, que me acoge y me salva del individualismo salvaje, del tribalismo incompasivo.
Bailar es estar en la intuición, nos recuerda que el mundo se está creando todavía.
Bailar para dejar de ser lo que me dicen (y suscribo con mi gestualidad diaria) que soy, para pegarle una patada a lo que se espera de mí, a lo que yo misma espero de mí. Para escapar de esa identidad construida con poses prestadas, protocolaria y eufórica.
Bailar para vencer perdiéndolo todo.
El cuerpo que busco no es verosímil, sino real. Se posiciona y tiembla, una vehemencia fugaz, como las flores de los cementerios, una superstición que se repite y muere, una verdad frágil que se aviva como se aviva el fuego que amenaza con volverse ceniza.
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La vergüenza es el sentimiento que salvará a la Humanidad. No será el amor, sino la vergüenza.
Un dolor que es antiguo y fértil: la carne, los cuerpos, una identidad ligada al misterio de la dignidad, rendida a la vergüenza.
Después de rendirnos a la vergüenza quizá podamos construir.
Busco en los cuerpos el baile, no la danza sino el baile, su folclore, su herida: cuando la dignidad humana nos convoca y se atreve a pisotear el suelo con la potencia de la vergüenza. La rabia más hermosa, la herida más abierta.